Desde hace un tiempo me vengo haciendo la misma pregunta: ¿de verdad necesito todo lo que compro? Me refiero a esa sensación constante de estar pendiente de lo próximo que me voy a comprar, aunque no lo necesite en absoluto. A veces es una camiseta, otras una app de pago, una suscripción, unos cascos nuevos… Y lo más curioso es que, apenas los tengo, ya estoy pensando en otra cosa.
Me he dado cuenta de que no soy el único. Lo veo en amigos, en familia, en compañeros de trabajo. Y si echo un vistazo a cómo funciona la sociedad en general, parece que estamos todos metidos en una rueda en la que trabajar sirve, sobre todo, para poder seguir consumiendo. Así que me pareció necesario parar un poco, mirar alrededor y preguntarme en serio si esto es una adicción encubierta.
¿Estamos atrapados en una forma de vida basada en comprar constantemente cosas que no necesitamos?
Comprar para llenar vacíos que no sabemos identificar
Cada vez que tengo un día estresante, o cuando me siento desanimado, mi primer impulso no es descansar, ni hablar con alguien. Es mirar Amazon, buscar ofertas, meter algo en la cesta. No siempre lo compro, pero me doy cuenta de que ese acto de buscar algo para comprar me alivia, aunque sea por un rato.
Me pasa con la ropa, con la tecnología, con cualquier cosa que me dé una pequeña satisfacción inmediata. Pero esa sensación dura poco. Muy poco. Y luego, ahí estoy otra vez: con menos dinero y con la misma ansiedad que antes. Empiezo a pensar que este hábito no es tan inocente como parece. Porque no se trata solo de gastar, sino de la razón por la que lo hacemos.
En muchos casos, consumimos para evitar pensar, para no sentirnos vacíos, para distraernos de nosotros mismos. Y eso, al final, no deja de ser una forma de evasión. No es casualidad que el «shopping» se haya convertido en una especie de terapia no oficial para muchas personas. Pero lo peor es que ni siquiera lo vemos como algo problemático.
¿Y si trabajar solo sirve para consumir?
Hay días en los que siento que todo gira en torno al trabajo. Me levanto, desayuno rápido y paso horas delante del ordenador. Luego salgo, estoy cansado, y lo único que me apetece es darme un gusto. Al final, ese gusto siempre implica gastar. Ya sea pedir comida, comprar algo por internet o salir a algún sitio que implica consumo.
Y me doy cuenta de que esto no solo me pasa a mí. Es un patrón que veo repetirse en la mayoría de personas que conozco. Trabajamos muchas horas, nos estresamos, no tenemos tiempo para casi nada… y como recompensa, consumimos. Es como si todo el esfuerzo que hacemos solo sirviera para alimentar un ciclo de gasto constante.
No nos damos ni un respiro. Lo que debería ser una etapa para descansar se convierte en una excusa para gastar. Es como si tuviéramos que justificar el esfuerzo con una recompensa material, porque ya no sabemos desconectar sin consumir algo. Se ha vuelto parte del sistema: cuanto más estrés acumulamos, más buscamos ese alivio inmediato que viene envuelto en una bolsa o en una caja.
¿De verdad hemos llegado a este punto? ¿Somos adultos que trabajan para poder comprar cosas que nos ayuden a sobrellevar el trabajo? Porque si lo piensas bien, eso es lo que está pasando. Y aunque lo normalicemos, no suena muy sano. Es como estar encerrados en una rutina sin salida: trabajamos para consumir, y consumimos para soportar el trabajo.
Las redes sociales y la cultura del «lo quiero ya»
Una de las cosas que más ha cambiado nuestra relación con el consumo es la tecnología. Sobre todo, las redes sociales. Ya no se trata solo de ver anuncios. Ahora lo que vemos son vidas aparentemente perfectas, con productos nuevos cada semana, viajes, ropa impecable, gadgets carísimos.
Y lo peor no es que nos lo muestren. Lo peor es que nos lo creemos. Creemos que tener eso nos hará más felices, que estaremos más completos, que vamos a ser como esa gente que seguimos. La presión por estar “a la altura” es brutal, y muchas veces no es consciente. Pero afecta. Y mucho.
Ya no compramos solo por gusto, sino por comparación. Vemos a alguien con algo y sentimos que nos falta. Y ahí es cuando entra en juego esa necesidad creada, ese deseo de tener lo mismo, aunque ni siquiera encaje con nuestra vida real. Las redes nos hacen sentir que siempre nos falta algo, y el consumo se presenta como una forma de alcanzarlo.
También influye la facilidad para comprar. Hoy no necesitas moverte de casa. Entras en una web, haces clic, y ya está. A veces en menos de 24 horas tienes lo que querías en la puerta de tu casa. Eso no te da tiempo a pensar si realmente lo necesitabas. La inmediatez ha sustituido a la reflexión. Y eso es peligrosísimo.
Esa rapidez elimina cualquier filtro. No hay espacio para pensarlo mejor, para enfriar el impulso. Comprar se convierte en una acción automática, casi inconsciente. Y cuando todo se vuelve tan fácil y tan rápido, lo raro es no caer en ese juego. Porque el sistema está diseñado para que no pares, para que no lo cuestiones.
¿Es esto un problema psicológico?
Me interesó saber si esta forma de vivir podría considerarse un problema de salud mental. Así que me puse a investigar y di con el Centro de Psicología CANVIS, en Barcelona. Ellos explican algo muy interesante: hay una diferencia entre el consumo responsable y la compra compulsiva.
La compra compulsiva, según explican, es un comportamiento impulsivo que se usa como estrategia para calmar emociones negativas. Es decir, compramos para sentirnos mejor, no porque lo necesitemos. Y esta conducta puede convertirse en un patrón que genera dependencia emocional, frustración, y en muchos casos, deudas económicas.
Ellos advierten de que no es una cuestión menor. Hablan de un trastorno llamado oniomanía, que es, literalmente, la adicción a las compras. No se trata solo de gastar mucho, sino de una necesidad constante, de una ansiedad que solo se calma comprando algo, y de un ciclo que luego genera culpa y malestar. Es un trastorno que afecta la vida personal, económica y emocional.
Y lo más preocupante es que está en aumento. Porque esta forma de vida se ha normalizado tanto que cuesta ver dónde está el límite entre un capricho y una dependencia.
¿Qué ha provocado este cambio en nuestra forma de vivir?
No siempre fuimos así. Antes, el consumo era algo más funcional. Se compraba cuando se necesitaba. Había menos variedad, menos estímulos, menos presión social. Pero ahora vivimos en una economía basada en el consumo. No solo producimos para cubrir necesidades, sino para generar deseo.
Y ese deseo se alimenta cada día. A través de la publicidad, de los influencers, de los algoritmos que saben perfectamente qué mostrarnos para que piquemos. Se ha construido un modelo que nos empuja a comprar de forma continua, sin pausa. Y se ha convertido en una parte central de la identidad. Lo que tienes dice quién eres, o eso es lo que nos han hecho creer.
Además, la idea de éxito está totalmente ligada al consumo. Si tienes una casa grande, un coche nuevo, la ropa de moda, parece que te va bien. Si no, parece que algo estás haciendo mal. Este mensaje se repite en películas, series, anuncios, incluso en las conversaciones cotidianas.
Y mientras tanto, el tiempo libre desaparece, el descanso se ve como pereza y el ahorro como una rareza. Todo está pensado para que el dinero fluya, y a ser posible, lo más rápido posible. Y si no puedes gastar, te ofrecen financiación, pagos a plazos, “compra ahora y paga después”. Todo está diseñado para que no pares.
¿Hacia dónde vamos si no cambiamos?
Me cuesta imaginar un futuro en el que esto se frene, la verdad. Porque el sistema no tiene ningún interés en que dejemos de consumir, al contrario. Pero sí creo que hay un movimiento, todavía minoritario, de personas que están empezando a cuestionarse este estilo de vida.
Gente que se plantea el minimalismo, que intenta vivir con menos, que apuesta por experiencias en lugar de objetos. Que entiende que tener más cosas no significa vivir mejor. No es fácil, porque todo alrededor te empuja en la dirección contraria. Pero creo que hay esperanza.
A nivel personal, yo intento poner límites. No siempre lo consigo, pero estoy empezando a pensar dos veces antes de comprar algo, a hacerme preguntas reales: ¿para qué lo quiero? ¿Voy a usarlo de verdad? ¿Es un capricho momentáneo? ¿Puedo esperar unos días? Solo con eso ya cambia bastante la cosa.
También intento hablar más de esto con gente cercana. Porque me he dado cuenta de que cuando lo pones en palabras, te das cuenta de lo absurdo que puede llegar a ser. Y, sobre todo, ayuda a dejar de normalizarlo.
¿Podemos salir de esta rueda?
No hay una solución mágica ni inmediata. Pero sí hay cosas que podemos hacer. Cuestionar nuestro consumo, revisar nuestras prioridades, hablar del tema, informarnos. Tomar conciencia es el primer paso. No se trata de dejar de comprar, sino de hacerlo desde otro lugar. Desde la necesidad, la utilidad, el deseo real. No desde la ansiedad, la comparación o el vacío.
Y como sociedad, creo que tenemos un trabajo enorme por delante. Porque si seguimos normalizando este modelo, acabaremos agotados, frustrados y sin rumbo. No podemos vivir para comprar. No podemos trabajar solo para gastar. Tiene que haber algo más.
Yo estoy en ese proceso. Y no es fácil. Pero al menos he dejado de fingir que todo está bien. Y eso, para mí, ya es un paso gigante.